lunes, 28 de febrero de 2011

Cosas que suenan a triste

...porque no siempre lo que decimos expresa lo que sentimos...


Dualidad


En una ciudad donde la competitividad estaba a la orden del día, intentaba yo hacerme un hueco. Cierto es que cuanto más grande es una ciudad, la personas de nuestro alrededor se convierten más en individuos desconocidos. Gente con la que nos cruzamos, gente extraña cuyas alegrías escapan a nuestro conocimiento.

En cualquier línea de metro de esta ciudad, me cruzo con gente cuyos rostros expresan la indiferencia. Sin embargo, en su interior todos llevamos una historia. Es triste decirlo, pero muchas veces nos encontramos en la vorágine del huracán y no nos damos cuenta de todo lo que tenemos, hundiéndonos a causa de problemas que en su mayor parte son intrascendentes.

En nuestros días, aún teniendo los medios de transportes y de comunicación necesarios para mantenernos conectados con nuestro entorno, los lazos de unión entre la gente son muchos más débiles y volubles. Nos encontramos perdidos entre tantas posibilidades. Malcriado en un cierto grado, estaba acostumbrado a tener todo lo que quería cuando lo quería. Ahora aquí no soy el “rey de la casa” y el resto de personas luchan por conseguir sus objetivos.

“Yo soy yo y mis circunstancias”. Frase que ha marcado mi vida de Ortega y Gasset. En mis orígenes me creía que todos mis problemas eran debidos a mi inmadurez. Iluso pensaba que con el paso del tiempo, evolucionaria a la misma velocidad que aquellas personas que llevaban mi insignia de “ídolos”. Con el paso de los años me empecé a dar cuenta de que cada persona es un mundo. Un mundo con bases similares, pero en los que cada matiz, hace imposible descifrar el código.

La vida trae cambios, muchas veces inesperados. Algunas de ellas deseados, pero otras odiados o temidos. La niebla del camino nos impide ver que los arboles siempre crecen hacia el cielo, cada rama sale en diferentes direcciones, posibilidades de alcanzar el objetivo. Sin embargo el tronco siempre permanece anclado al suelo.

La vida no se puede explicar con la ciencia. No hay un teorema o una demostración matemática para entender por qué soy así y por qué mis hijos serán de cierta manera.

Claro que siempre podemos aspirar a más y más. La ambición forma parte de nuestro ser. Pero tanto buscar la perfección, tanto querer tener todo en todos los ámbitos, nos hace desear lo imposible. Cuantas veces he soñado con tener la completa felicidad. Iluso, ingenuo, inculto, idiota. La felicidad total no existe. Son momentos puntuales. Y lo más triste es que a veces no somos capaces de disfrutarlos, cegados por el ansia de encontrar la felicidad estable.

Está claro que para entender la felicidad hay que comprender el dolor. La vida no se entiende sin la muerte. Lo mismo que el amor no tendría sentido sin los corazones rotos. Todo en nuestra existencia sigue una regla, la dualidad.

Seré capaz de mirar con objetividad mis pasos? Capaz de entender que si lucho por algo no hay que bajar los brazos a la primera de cambio? Capaz de entender que ni todo vale ni nada se hace en balde?

Yo soy yo y mis circunstancias. Circunstancias a veces favorables y otras tempestuosas, pero todas ellas conforman la persona que soy, la persona que seré y al mismo tiempo condicionan en cierto grado la vida de los de mi entorno.

Podemos mirar la vida con negatividad, con pesimismo, pero lo único que vamos a conseguir es perder tiempo. Caídas tendré, pero seguro que de todas ella me levantaré. Unas veces de un salto y otras con ayuda y necesidad de muletas. Pero tengo claro que mi vida me pertenece.

viernes, 18 de febrero de 2011

Sueño de una noche de san Valentín


Nunca había vivido un San Valentín.

Nunca había tenido la oportunidad de poder decir junto a mi novio que este día era un invento estúpido de los grandes almacenes para favorecer el consumismo. Lo más cerca que estuve de poder infravalorar esta fecha fue el año pasado. Año de sombras en mi vida, y muy pocas luces. Paradojas aparte con que mi vida se desarrolla en aquel lugar llamado ciudad de las luces, pero en mi interior más conocido como la ciudad del amor.

En ese día, no viví nada feliz, simplemente amanecí de nuevo en los brazos de la persona que me llevó al abismo. Esa persona que tantos males me hizo encontrar, y que provocó que la oscuridad entrara en mi vida. O peor aún, en mi corazón.

Muchos meses de duelo, un duelo que creo no haber superado. Mucho dolor por el camino, pero no el suficiente como para odiar. Ni tan siquiera suficiente como para olvidar. Lágrimas amargas con muchas noches en vela. Mi íntima amiga la soledad, se aprovechó de la hospitalidad de mi corazón, y se instaló con una duración indeterminada.

Este año, fue diferente. Fruto del azar, el destino o quizás el subconsciente, de nuevo tuve el valor de entrar en el camino fácil de conocer chicos. Y apareciste tú. Inesperado. Sorprendente.

Al nada de hablar contigo, quedamos a tomar algo. Consecuencia de mis complejos, de mi nerviosismo o mi verborrea, te resumí mi vida en dos horas. Esos ojos verdes me inspiraron tranquilidad, confianza, e incluso seguridad. Esos ojos me llevaron a la perdición. Hicieron que apareciese una fisura en mi coraza protectora.

Los días pasaron, e intenté mostrarte mi interés. Al final, conseguí que nos viéramos, porque quería seguir conociéndote. Eres especial, no por guapo, no por listo, sino porque en ciertos momentos tuve la impresión de que no sólo me oías, sino que me escuchabas. Una gran novedad para mí.

El día no fue el más propicio en un inicio. San Valentín. Día de los enamorados. Tras varios fracasos en la planificación, terminamos alrededor de una crêpe y una botella de sidra. Nunca pensé que las matemáticas me harían sentir paz. Que los números podían esconder conversaciones cultas e interesantes. La cena termino precipitadamente para escuchar los tartamudeos de un rey.

Mientras veíamos como un pseudo-profesional ayudaba a curar la enfermedad o minusvalía de una persona orgullosa, mi mirada se fijaba en ti secretamente. En tus movimientos nerviosos. En cómo te mordías las uñas. En cómo te rascabas granos inexistentes. Mi coraza se desgarró un poco más. No sabía cómo hacerlo. No sabía cómo hacer que tu mano se cruzara con la mía. Tan siquiera supe si tus miradas durante la cena eran entusiastas hacia mí, o hacia mi acento extranjero. Todo pasó.

El rey consiguió dar su discurso, superó sus miedos. Yo, no. Y te vi marchar.

Desde hacía mucho tiempo, no había tenido esa sonrisa en mi cara. Me hiciste volver a creer. Creer en que hay personas interesantes en el camino. No sólo el color de los ojos es importante, también su interior.

Te fuiste. Para no volver. Y me volví a encerrar en mis aposentos, para sellar las fisuras de mi coraza. Te fuiste, pero sanaste muchas heridas sin tan siquiera tocarlas.

Y todo quedó en la mejor noche de san Valentín de mi vida. Un sueño fugaz, pero feliz.